5 de Julio 2004

Our Farewell

Las sombras danzaban a su alrededor extrañamente, creando y destruyendo figuras, mundos, galaxias enteras de formas dignas de un Dalí loco. Su entorno cotidiano, tan habitual, tan simple como había sido siempre, albergaba ahora monstruos mitológicos en cada esquina, en cada rincón. Sus ojos, entornados por la fatiga psicotrópica, danzaban alocadamente por toda la habitación, siguiendo la irregular trayectoria de seres cuya existencia no era real aunque ahora mismo los hubiera podido tocar si sus brazos hubieran conservado fuerzas suficientes.
Intentaba huir de su mundo, tocar con su mente este mundo de sensaciones nuevas. No pensar, no sentir. Pero poco a poco su mente dejó de divagar por extraños mundos y volvió al sitio de donde había partido.
En su cabeza comenzó a recordar…

Podía ver su rostro a través de la sala oscura. Los cuerpos se movían alrededor tapándole la visión pero él no perdía de vista aquello que le estaba embelesando desde hacía horas. Su cara morena, sus ojos negros, su cabellera de ébano. Hipnotizado por su increible presencia sólo alcanzaba a mirarla en la distancia y sentirse más cerca de la Verdad, de la Belleza. Su corazón se había lanzado en una carrera desesperada por salir de su pecho, su respiración se hallaba agitada como jamás antes lo había estado.
Aquella había sido la primera vez que se vieron. Él pensó que sería la única.

Su mente se desplazó en el tiempo, sondeando en los archivos de su loca memoria, buscando más momentos significativos, aún a su pesar. Se posó en el momento en que ellos se conocieron. Se gustaron, se vio desde el primer momento. Se besaron, se abrazaron. Eran dos cuerpos y una misma unidad. Era todo perfecto. Desde la distancia, dolido, él les observaba. Ella, magnífica, bordeaba el éxtasis de la felicidad, él, reconfortado, sonreía bobaliconamente, como siempre hacía. Se vió a si mismo a unos metros, sin poder apartar la mirada de la pareja que se acababa de formar. Su felicidad, la de ambos estando entrelazados, le contuvo las lágrimas dentro. Ya nunca dejó de llorar.

El mundo real pugnó por entrar en su ensoñamiento. Ruidos lejanos llegaban a sus oidos como a través de nubes de algodón. Alguien abría una puerta a lo lejos y las pisadas sonaban por el parqué del piso. Había que acuchillarlo ya, sonaba demasiado. Se sorprendió pensando esas cosas en ese momento…

Volvió a sumergirse en su sueño recordatorio…
Blanco… Blanco marfil… ¿De donde venía ese color? ¡Ah, sí! Su vestido de novia. Había entrado por la puerta de la iglesia con su porte aristocrático, con su languidez habitual, acallando las voces de los cientos de invitados como siempre hacía cuando entraba en algún recinto. Sus pasos, serenos, marcaron el compás del órgano que empezaba a destilar las notas de la marcha nupcial. En el altar, con ojos brillantes de enamorado, su novio y futuro marido. En la primera fila, presto a dar su palabra de conocer el amor entre ambos, estaba él, enamorado también, derramando sus lágrimas interiormente, como un enorme torrente de angustia y dolor que nunca se habría de parar. Se dieron el “sí, quiero” mientras él, a una distancia mínima, se ahogaba en su propio dolor. Firmó el documento y a la vez, con sangre, firmó su sentencia…

Pero eso fue hace ya mucho tiempo. Los ruidos le volvieron a traer a la realidad distorsionada por las drogas que recorrían sus venas dilatadas. Alguien pronunciaba su nombre, si es que aún era suyo.

Recordó entonces el día que ella lo pronunció caminando por un parque del brazo de su marido. Los acompañaba en un paseo dominical, charlando los tres animosamente. Hacía años ya que se conocían. Un cualquiera, su mejor amigo y su hermosa esposa. Ella le cogió la mano y le dijo en voz baja mientras su marido sonreía: “queremos que seas el padrino de nuestro hijo”. Ella, encinta ya, acarició su mano y sonrió con sus labios rosados enmarcando una hilera de diamantes y marfil. Él contestó afirmativamente y siguió llorando mientras su sonrisa se mantenía implacable en el rostro…

Volvían a llamarle. Su nombre se repetía una y mil veces multiplicado por el efecto del veneno en sus sinapsis. Probablemente era María, la mujer que le había llevado al altar, la mujer que le adoraba, a la que él respetaba y cuidaba, la mujer que había dado a luz a sus hijos y la que lloraría su muerte. La mujer a la que, por un capricho cruel del destino, jamás podría amar.

El día de su boda emergió desde el recuerdo. Las imágenes de la bella doncella que venía por el pasillo llenaron su atención. ¡Qué hermosa estaba! Todo el mundo la miraba y sonreía. Era una novia perfecta. En el altar, él, miraba hacia el pasillo mientras por el rabillo del ojo veía a una mujer embarazada ostensiblemente justo por debajo de él, a su izquierda. Cogió la mano de su mujer, le juró amor eterno en voz alta mientras sus ojos miraban a otro lado y renovaba sus lazos reales con una mujer que nunca sabría la verdad.

Los golpes en la puerta le volvieron a traer. Ahora sonaban más claros, aunque terriblemente deformados. Y más cercanos. Alguien estaba abriendo la puerta.

Las manos le temblaban y soñaba con el día en que sostuvo por primera vez a su ahijado. Era pequeño y rosado, con los mismos ojos de su madre que le miraba con un amor muy distinto al suyo. Él, sonriendo, hacía chistes metiendose con su padre que le miraba desde el sillón de maternidad, con su socarrona sonrisa complacida de padre recién estrenado. Él, leyendo la felicidad en el rostro de ella, no podía sentirse peor por dentro. Por su propia infelicidad a pesar de estar cerca de ser padre él también y por odiarse por el hecho de seguir enamorado de la mujer de su mejor amigo. Pero eso era algo que pensaba llevarse a la tumba.

Gritos. Gritos muy fuertes cerca. Puede ver la cara de María encima de él. Tiene los frascos en la mano y le agita por los hombros pero él no siente ya nada. Se va. Vuelve. Dice algo de una ambulancia. No sabe que ya es muy tarde.

Ayer ella murió. Su coche salió de la carretera y golpeó una farola que había en el lateral. Su cuerpo, inerte, le fue mostrado esta mañana. Su hombro, tembloroso, sirvió de pañuelo a su amado esposo. Él, libre por fín de llorar, se había vaciado de la angustia que hacía décadas que le corroía por dentro.
María agitó de nuevo el cuerpo de él, buscando revivirlo de nuevo. Él, absorto en sus recuerdos, querría decirle que hacía tiempo que había muerto, que ella sólo había amado una carcasa vacía. Pero ya no puede.

Con un último estertor su corazón dejó de latir. Su mente dejó de sufrir.

Escrito por Anakinet a las 5 de Julio 2004 a las 05:41 PM
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