La vida, a veces, es muy jodida. A veces, es maravillosa. Y, a veces, sólo a veces, es sorprendente. Últimamente, la vida, esa maldita existencia que se empeña en dejarme mal, es muy sorprendente, aunque yo creo que lo hace sólo por joder, la verdad.
Hace cosa de unas dos semanas me puse a meditar sobre un tema. Mis únicas e inconfundibles lágrimas, posos de dolor o felicidad que mis ojos rara vez emanan. La verdad es que no soy muy dado a llorar. La vida, esa puta de esquivos rasgos, me ha predispuesto a ser poco dado a soltar mis fluidos lacrimales por las buenas. Normalmente hace falta algún motivo de peso para que ello suceda y hacía mucho, muchísimo tiempo que no encontraba motivos para hacerlo. Probablemente me tenga que remontar a mi ruptura con mi ex para encontrar unas lágrimas vertidas por mis verdes ojos al mundo exterior sin posibilidad alguna de contenerlas. Y ni siquiera lo aseguro porque, en su día, tuve motivos reales de sobra para hacerlo con todo conocimiento de causa y sin remordimiento alguno.
Y, sin embargo, creo que estas dos últimas semanas han sido más que profílicas en llantos que los dos años que hace que dejé a la última mujer que quise con todo mi ser. Y no tengo explicación ninguna salvo que el arte, el Arte con mayúscula inicial, con capital letter que dirían los angloparlantes, es algo que siempre encontrará el resorte de la compuerta donde reside la materia acuosa que la presa de mis ojos contiene a duras penas en su interior.
He llorado mucho en los últimos tiempos. Y sin un motivo real o justificable.
O eso parece.
Tal vez vosotros no juzgueis digno de llanto el final de Million Dollar Baby. Yo sí. Extremadamente digno de ello. Incontestable. Ineludible como las mareas. Desde hace un par de semanas (desde que vi la película), lloro como un niño cada vez que pienso en el final. Cada vez que veo a Hillary Swank. Cada vez que veo a Clint Eastwood. Cada vez que veo a Morgan Freeman. Porque esa película vale un mundo. Mi mundo interior. No puedo evitar pensar en el dolor, el dolor extremo que laceró mi corazón el día que la ví y romper a llorar como si fuera la primera vez que lo siento. Y me siento bien.
A lo mejor os parece frívolo llorar por el final de Friends. Pues yo hace escasos 20 min que he acabado de ver el último capítulo y aún estoy llorando. No sé si de felicidad o de tristeza porque ya no hay más que ver, porque ya no hay un después. Estoy confuso, triste, feliz, lloroso y sonriente. Y no temo que las lágrimas resbalen por mi cara cansada. Hace unas semana que voy loco por ver el capítulo final y ya lo he visto. Tal vez no acabe como pensaba. Tal vez acabe mejor, o peor, o diferente. Pero acaba. Y ya nunca más habrá algo que me llegue de igual manera. Puede que similar, pero nunca igual. Esa serie me ha llegado al corazón y nunca otra lo podrá hacer de igual manera. Y tal vez por eso llore. Puede que no sea así pero... ¿qué más da? Las lágrimas me hacen sentir mejor, más lleno, más vivo. Puede que mi vida no sea hoy por hoy perfecta, pero SÉ que aún puedo sentir cosas, lo cual no es poco. Y con ello me consuelo, aún cuando mis ojos se hayen anegados en lágrimas...
Pues quien aún tiene la capacidad de llorar, posee a la vez la de querer por encima de todo...